30 sept 2010

       Siempre me ha gustado oír hablar a la gente, se tratase o no de palabras dirigidas a mí. Pero oír hablar a una persona es también verla hablar, descubrir las huellas del cuento en el rostro que lo emite. Esto lo observé desde muy niña y me resultaba un incomparable aliciente -que no he perdido- mirar a la cara de quien estaba contando algo, porque las transformaciones que acarreaba lo dicho en la expresión del hablante era como un segundo texto sin cuyo complemento se desvanecía y oscurecía el primero, hasta el punto de que a veces, si no había asistido como testigo presencial a la gestación de una perorata, narración o recado que otro me transmitía solía preguntar casi indefectiblemente: “¿Con qué cara te lo dijo?”, como si ese dato de la expresión del rostro afectara no sólo al acontecimiento verbal mismo, sino a mis capacidades para descifrarlo y entenderlo correctamente.






Carmen Martín Gaite, El cuento de nunca acabar.